Son las 11:11 cuando enciendo la computadora para escribir esta nota. Para mí, son señales que me susurran: "No lo dudes, vale la pena ejecutar tu idea".
A menudo nos cuesta sentirnos seguros con nuestras ideas, al igual que con nuestro cabello, simplemente por ser diferentes.
Durante mi adolescencia, esa fue una de mis mayores fuentes de inseguridad. Recuerdo salir corriendo de mi clase de tenis para mojarme el cabello, porque al sudar, mi remolino en la frente se encrespaba.
Ayer, mientras mi hija tomaba su clase de ballet, otra madre se acercó a preguntarme por su cabello. Siempre es tema de conversación, porque, la verdad, es hermoso. Me comentó que no quería cortarle el pelo a su hija porque temía que se le fueran los pocos rizos que tenía y terminara con el cabello liso, como el de ella. Luego añadió: "Uno siempre quiere el pelo que no tiene".
Y sí, creciendo, para mí eso fue cierto. Mi cabello era ondulado, grueso y abundante, como el de mi hija, pero yo soñaba con tener el de mi mejor amiga: liso, fino, sin frizz ni remolinos.
Mi cabello era herencia de mi madre. Curiosamente, era una de las pocas cosas en las que me parecía a ella, así como mi hija se parece físicamente a su padre, pero su pelo es igual al mío y al de mi mamá. En su juventud, mi madre fue reina de belleza, y más allá de su carisma y porte, lo que más le halagaban era su cabello. Para mi abuela, cuidar el pelo de sus hijas y nietas era un ritual sagrado, y veía como una bendición que yo pudiera conservar la tradición de nuestro cabello ondulado, abundante, de tono miel y textura gruesa.
Por las tardes, se sentaba con un peine delgado y agua de manzanilla que preparaba con esmero. Cuando iba a la plaza de mercado, siempre compraba manzanilla fresca para aplicarnos en el cabello. Mientras veíamos su novela favorita o escuchábamos la radio, con paciencia tomaba mechón por mechón, lo impregnaba con la infusión y formaba los rizos con el peine. Luego, con una toalla, hacía un par de scrunches y se aseguraba de que yo supiera cuánto amaba mi cabello, porque le recordaba al de mi madre.
Pero las palabras de las abuelas suelen ser valoradas cuando ellas ya no están. Mi madre me rogaba que no tocara mi cabello con tintes, químicos o calor, pero, como buena niña rebelde, hacía exactamente lo contrario. Convenciendo a mi papá, me escapaba a la peluquería y, desde temprana edad, empecé a decolorarlo, alisarlo y aplicarme cualquier tratamiento que prometiera un pelo liso, fino y sin frizz.
En casa, estaba prohibido usar plancha. Creo que fue hasta los 18 años cuando mi madre finalmente me permitió comprar una, y solo podía utilizarla en la parte delantera. Para el colegio, recurría a balacas gruesas, pañoletas o gel en exceso para ocultar mis ondas. Los fines de semana, mi mamá me llevaba con ella a la peluquería, donde aprovechaba cualquier oportunidad para convencerla de dejarme hacerme otro blower, un tinte o una nueva keratina.
Al llegar a este país, donde hasta el agua es distinta, mi cabello alcanzó su punto máximo de deterioro. Ya no quedaba rastro de aquella melena gruesa, ondulada y de matices miel. Y aunque la comparación carezca de sofisticación, su textura evocaba la de una escoba de paja.
Un día, fui invitada a una entrevista para hablar sobre el amor propio. Mientras me preparaba, me enfrenté a una revelación incómoda: había mucho por sanar. La primera herida, la más latente, era el rechazo a mi cabello, un reflejo de heridas más profundas, aquellas que emergían del rechazo —sutil pero arraigado— de mi madre. A pesar de su amor incondicional y su entrega absoluta a nuestra crianza, su búsqueda de la perfección física dejó una huella indeleble en mi manera de percibirme. No poder domar mi cabello ondulado se convirtió en una batalla constante, en una frustración persistente que, con el tiempo, se transformó en rechazo.
Durante la entrevista, en lugar de hablar sobre lo que otros podían hacer para amarse a sí mismos, terminé hablando de aquello que yo aún no había hecho para amarme por completo. Y fue en ese instante cuando hice un pacto con mi cabello: dejar de someterlo, de alterarlo, de intentar encajarlo en un molde que no le pertenecía. Me prometí devolverle su esencia, su naturaleza indómita, y en ese proceso, sanarlo… y sanarme.
Estas son las 6 cosas que me ayudaron a regresar a el y sanar sus heridas:
1. Comprender el valor energético del cabello
Cuando alguien atraviesa un evento trascendental en su vida, su cabello suele ser el primer testigo del cambio. Cortarlo, teñirlo, transformarlo es, en muchos casos, un acto de renovación, una forma de actualizar la identidad. Esta práctica es poderosa.
Si nos remontamos a la historia, encontramos que el cabello ha sido un símbolo de estatus, energía y espiritualidad en diversas culturas.
En el antiguo Egipto, Grecia y Roma, los peinados no eran meros adornos, sino indicadores de clase social y jerarquía. En la cultura africana, los intrincados trenzados servían como códigos de comunicación y emblemas de linaje, transmitiendo historias y herencias a través de cada patrón.
Para los monjes budistas y los sadhus hindúes, raparse la cabeza es un acto de renuncia al mundo material, una entrega total al desapego y a la trascendencia del ego. El cabello, en este contexto, representa lo terrenal, aquello que es dejado atrás en el camino hacia la iluminación. Por el contrario, en el sijismo, el cabello es un regalo divino, un reflejo de la perfección natural, y por ello jamás debe ser cortado. Los sijes lo protegen y resguardan bajo un turbante, no solo como símbolo de respeto, sino como una manifestación de su compromiso con lo sagrado.
En la tradición jasídica, los hombres llevan rizos en las sienes como señal de obediencia a Dios. Por su parte, las mujeres casadas, especialmente en comunidades ortodoxas, cubren su cabello con pañuelos o pelucas (sheitel) como un acto de modestia y devoción.
Para muchas comunidades indígenas, el cabello es una extensión del espíritu. En algunas tribus nativas americanas, se cree que dejarlo crecer fortalece la energía vital y la sabiduría ancestral. Cortarlo, en cambio, puede simbolizar el cierre de un ciclo o la liberación de una carga emocional profunda.
En cada tradición, en cada rito, el cabello trasciende lo meramente estético: es identidad, es memoria, es historia.Comprenderlo fue el primer paso para reconciliarme con el mío. Mi cabello no solo era la herencia de mi linaje femenino, sino también uno de mis más grandes aprendizajes de vida: la aceptación de que no todo puede ser controlado, y que eso está bien.
Hay cosas —e incluso personas— que solo podemos sostener con amor, permitiéndoles ser. Y es precisamente en ese acto de resiliencia donde se enciende el verdadero brillo, donde la comodidad de mostrarnos en nuestra esencia se convierte, sin pretenderlo, en aquello que otros más admiran.

2.Cortar el cabello es un ritual:
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