No existe nada en la vida que realmente nos prepare para la maternidad. Es una maestría del alma, un proceso de sanación profundo, una carrera contra el tiempo y, al mismo tiempo, el regalo más sublime. Todo converge en un solo rol.
Ayer me senté en el piso de la cocina, llamé a mi esposo por videollamada, llorando, y le pedí que viniera a casa. "No puedo con tanto, Salvi", le dije. Con serenidad, me respondió: "No te preocupes, amor, ya salgo para allá".
Lo que él no sabía es que ya había llamado a mi mamá, también llorando, y le había escrito a mi tía con palabras de auxilio. Ellas son mi "village", aunque a la distancia, pues no las tengo cerca.
Estaba abrumada por el trabajo que había postergado durante el día y que me esperaba en el escritorio, por el anhelo de hacer "más" con mi vida y por los pequeños rastros que mi hija dejaba por toda la casa en cada actividad fugaz de tres minutos que emprendía.
¿Lo más irónico de todo esto? Alguna vez soñé con exactamente esto y lo pedí al cielo. Una casa grande, con espacio para que una hija sana jugara en ella; un trabajo que me apasionara tanto que no se sintiera como una carga, sino como un momento de conexión; la libertad de manejar mi tiempo y ser una madre presente.
¿En qué momento comenzamos a ver nuestras bendiciones como una carga? ¿Por qué nuestra percepción cambia y pasamos de anhelar algo a lamentarlo? Y si fui yo quien creó esto, ¿no se supone que también puedo sostenerlo?
Continúa leyendo con una prueba gratuita de 7 días
Suscríbete a Angel Notes para seguir leyendo este post y obtener 7 días de acceso gratis al archivo completo de posts.